“Fueron cinco días con respirador, 18 días con oxígeno en cánula, llegué a pesar 62 kilos”, contó Mariano Cominguez. “Se perdió el yo, perdés a Mariano, no entendés absolutamente nada y los que te rodean tampoco, ¿qué le pasa a este pibe? Hoy estoy mal... tuve una recaída en diciembre. En el laburo me decían: ‘Che, no te entiendo, estás vivo’. Y yo respondía: ‘¿Y vos alguna vez estuviste muerto?’.”
Con este testimonio, hace unos días, Eduardo Fabregat comenzaba esta impecable columna. ¿Motivo? En horas nomás comenzará el juicio por los hechos ocurridos aquella noche de diciembre en que se incendió República Cromañón.
Las responsabilidades penales apuntan directamente hacia los dueños del local y los integrantes de Callejeros; para los funcionarios porteños sólo caben cargos muy menores puestos a un lado de la magnitud de los hechos. La figura de Omár Chaban, no sin motivo, fue transformada en un demonio por propios y ajenos; pero hasta la fecha, a diferencia de los restantes protagonistas de esta historia, es el único que ya pasó una temporada en la cárcel y manifestó (sinceramente o no) su arrepentimiento por lo ocurrido.
La banda intentó, por el contrario, equipararse a las víctimas y de esa manera eludir su responsabilidad, para lo cual debió distorsionar los hechos, oscurecer su rol en la organización del recital, desanclar su discurso presente del expresado antes de aquella noche, etcétera. Pero en esta operación ellos también debieron reformular la posición de aquellos que tuvieron la pretensión de colocarlos en el banquillo de los acusados. Una y otra vez, con arrogancia y cinismo irritantes, se presentaron como víctimas de un sistema maquiavélico y corrupto.
En todo este tiempo, los integrantes, sus abogados y el núcleo duro de sus fans enarbolaron una y otra vez el “derecho a trabajar” de Callejeros. Es cierto que, estando en libertad y sin peligro de fuga, la banda no tiene por qué autolimitarse. Pero hasta Chabán, ese demonio unidimensional, dedica en su discurso cierta cuota de respeto y sensibilidad hacia las víctimas, cuota que cuesta encontrar en un producto como Disco escultura, o en la actitud arrogante con la que Fontanet se planta en los escenarios del interior, desde aquel desafortunado y revanchista “chúpenla, por caretas” dedicado a quienes piensan que deberían hacerse cargo.
Pero en el relato dominante se encuentran en todo momento ausentes aquellos que transformaron el aparato estatal en una maquinaria de robo y saqueo que sólo podía conducir a la muerte. En este punto, Aníbal Ibarra, gran articulador de un sistema de recaudación política a través del otorgamiento de habilitaciones, llevó el cinismo a cimas insoportables. No satisfecho con haber impulsado su piccollo aparato político porteño mediante su sociedad con el capitalismo más salvaje, ese que es capaz de exponer la vida de cientos de personas por ampliar los márgenes de rentabilidad de un negocio, optó por presentarse como víctima de un supuesto golpe institucional del macrismo (y hacer campaña con eso!!).
Lo ocurrido aquella noche no puede ser descripto como una tragedia más que por analogía. En la tragedia clásica los protagonistas de la historia, juguetes del capricho de los dioses, están en manos de un designio que no sólo escapa a su voluntad sino que está dispuesto desde el inicio de los tiempos. Las muertes de aquella noche se cocinaron a fuego lento en la maquina de saqueo del ibarrismo, fuera del alcance de sus víctimas, pero de ningún modo ese resultado se hubiera encontrado determinado de antemano en presencia de un Estado real, aunque sí parezca inevitable ante su pantomima.
Nada parece indicar que el brazo de la ley sea tan largo como para alcanzar en esta ocasión a los responsables últimos. El reciente procesamiento de Menem por la explosión de la Fábrica Militar de Río Tercero, ocurrida en noviembre de 1995, sugiere que recién la decadencia política final establece las condiciones políticas en las cuales estos crímenes pueden conducir a procesamientos y, eventualmente, condenas.
Entre tanto, los sobrevivientes luchan por reconstruir sus vidas, cientos de familias lloran sus muertos y algunas ratas disfrutan del mullido sillón de los escaños de la Legislatura porteña.
Con este testimonio, hace unos días, Eduardo Fabregat comenzaba esta impecable columna. ¿Motivo? En horas nomás comenzará el juicio por los hechos ocurridos aquella noche de diciembre en que se incendió República Cromañón.
Las responsabilidades penales apuntan directamente hacia los dueños del local y los integrantes de Callejeros; para los funcionarios porteños sólo caben cargos muy menores puestos a un lado de la magnitud de los hechos. La figura de Omár Chaban, no sin motivo, fue transformada en un demonio por propios y ajenos; pero hasta la fecha, a diferencia de los restantes protagonistas de esta historia, es el único que ya pasó una temporada en la cárcel y manifestó (sinceramente o no) su arrepentimiento por lo ocurrido.
La banda intentó, por el contrario, equipararse a las víctimas y de esa manera eludir su responsabilidad, para lo cual debió distorsionar los hechos, oscurecer su rol en la organización del recital, desanclar su discurso presente del expresado antes de aquella noche, etcétera. Pero en esta operación ellos también debieron reformular la posición de aquellos que tuvieron la pretensión de colocarlos en el banquillo de los acusados. Una y otra vez, con arrogancia y cinismo irritantes, se presentaron como víctimas de un sistema maquiavélico y corrupto.
En todo este tiempo, los integrantes, sus abogados y el núcleo duro de sus fans enarbolaron una y otra vez el “derecho a trabajar” de Callejeros. Es cierto que, estando en libertad y sin peligro de fuga, la banda no tiene por qué autolimitarse. Pero hasta Chabán, ese demonio unidimensional, dedica en su discurso cierta cuota de respeto y sensibilidad hacia las víctimas, cuota que cuesta encontrar en un producto como Disco escultura, o en la actitud arrogante con la que Fontanet se planta en los escenarios del interior, desde aquel desafortunado y revanchista “chúpenla, por caretas” dedicado a quienes piensan que deberían hacerse cargo.
Pero en el relato dominante se encuentran en todo momento ausentes aquellos que transformaron el aparato estatal en una maquinaria de robo y saqueo que sólo podía conducir a la muerte. En este punto, Aníbal Ibarra, gran articulador de un sistema de recaudación política a través del otorgamiento de habilitaciones, llevó el cinismo a cimas insoportables. No satisfecho con haber impulsado su piccollo aparato político porteño mediante su sociedad con el capitalismo más salvaje, ese que es capaz de exponer la vida de cientos de personas por ampliar los márgenes de rentabilidad de un negocio, optó por presentarse como víctima de un supuesto golpe institucional del macrismo (y hacer campaña con eso!!).
Lo ocurrido aquella noche no puede ser descripto como una tragedia más que por analogía. En la tragedia clásica los protagonistas de la historia, juguetes del capricho de los dioses, están en manos de un designio que no sólo escapa a su voluntad sino que está dispuesto desde el inicio de los tiempos. Las muertes de aquella noche se cocinaron a fuego lento en la maquina de saqueo del ibarrismo, fuera del alcance de sus víctimas, pero de ningún modo ese resultado se hubiera encontrado determinado de antemano en presencia de un Estado real, aunque sí parezca inevitable ante su pantomima.
Nada parece indicar que el brazo de la ley sea tan largo como para alcanzar en esta ocasión a los responsables últimos. El reciente procesamiento de Menem por la explosión de la Fábrica Militar de Río Tercero, ocurrida en noviembre de 1995, sugiere que recién la decadencia política final establece las condiciones políticas en las cuales estos crímenes pueden conducir a procesamientos y, eventualmente, condenas.
Entre tanto, los sobrevivientes luchan por reconstruir sus vidas, cientos de familias lloran sus muertos y algunas ratas disfrutan del mullido sillón de los escaños de la Legislatura porteña.
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