Advertencia: Este posteo es muy largo y probablemente muy aburrido. Por ese motivo, si usted tiene algo interesante para hacer, puede dejarlo para otro momento. Va a seguir acá posteado cuando usted regrese
La Universidad como tema de debate político es, guste o no, una cuestión entre menor e irrelevante, por motivos que escapan a la capacidad explicativa del Coronel. Ahora bien, el fin de este posteo no es intentar explicar el porqué de la intrascendencia política de la cuestión universitaria en el debate, sino más bien hacer un llamado a la reflexión: en opinión del Coronel, este debate forma parte de la agenda de cuentas pendientes del pensamiento progresista de los últimos diez o quince años (y, seguramente, más también) y nadie parece interesado en pagar los costos de romper con los más remanidos lugares comunes.
Gratuidad
La educación pública y gratuita es una bandera innegociable. Es lo que ha caracterizado y distinguido a nuestro país en toda América Latina dice CFK en un coqueto salón del Palacio Pizzurno, según da cuenta Clarín, en un vago intento de cargar su agenda de campaña con algo más sustantivo que el conocido world tour de los últimos meses. ¿Pero esto realmente significa algo?
La Universidad pública no es gratuita y nunca lo ha sido, por más que un puñado de militantes estudiantiles profesionales hayan transformado en una verdad revelada e incuestionable la afirmación contraria. La universidad pública se financia por medio de los impuestos que toda la sociedad paga cotidianamente. Y, por ese motivo, cuando se contrapone gratuidad vs. privatización el debate se presenta completamente distorsionado.
Alguien me responderá: "Gratuidad significa que los estudiantes/usuarios no paguen por la educación/servicio, sino la comunidad". Ok, entonces usemos este sentido restringido de la gratuidad. Sin embargo, lo peor no es la distorsión sino que su fetichización: la afirmación vacía sobre la gratuidad no aporta ninguna solución a los problemas de financiamiento de la educación superior argentina, que son por demás evidentes, sino que simplemente bloquea cualquier discusión seria.
Las universidades públicas deben cumplir una serie de misiones ante la sociedad, para lo cual alrededor del mundo ellas disponen de numerosos mecanismos para financiarse: aportes privados, alianzas con organizaciones gubernamentales y privadas, el cobro de aranceles a los estudiantes de sectores altos, el cobro de una alícuota extra en el impuesto a la renta a los padres de estudiantes, etc. etc. En todos los casos, tales mecanismos coexisten con los aportes del Estado.
El razonamiento es sencillo. La educación es un bien social valorable por sí mismo, por lo cual el Estado no puede desentenderse de sus responsabilidades. Pero eso no significa que la educación no pueda buscar fortalecer sus recursos mediante otras fuentes de financiamiento. No obstante, el no-arancelamiento ha devenido en un fetiche capaz de aplastar cualquier posibilidad de cambio.
Movilidad social
Dice una voz popular: Universidad / de los trabajadores / y al que no le gusta / se jode, se jode...
El discurso tiene cierto color romántico: una universidad del pueblo, donde los hijos de las clases populares se formen y, gracias a la educación, mejoren sus oportunidades y sus condiciones de vida. Sin embargo, cualquiera que haya caminado por los pasillos de las universidades públicas argentinas sabe que ahí casi no estudian los pobres sino las clases medias y altas. Los pobres son una pequeña minoría, claramente subrepresentada en el conjunto.
Una universidad progresista es aquella que distribuye sus recursos desde los grupos más ricos hacia sus estudiantes más pobres, estimulando el cambio social y la igualdad. Sin embargo, la composición del financiamiento universitario da una pauta contraria: un sistema fiscal regresivo, que grava a los pobres más que a los ricos, se complementa a la perfección con el fetiche de la gratuidad para que los pobres financien la educación de las clases medias urbanas. Al Coronel no se le ocurren una situación menos progresista que esta, con la excepción de directamente prohibirles a los pobres pisar la universidad.
Una universidad progresista arancela a los estudiantes que pueden afrontarlo (clases medias y altas), otorga el beneficio de la gratuidad a aquellos que sin posibilidad de cubrir aranceles encuentran en la gratuidad su única condición para acceder a la universidad (sectores medio-bajos, pauperizados) y da becas constantes y sonantes para aquellos que ni con la gratuidad pueden pensar en una carrera (digamos, los pobres, a secas). Sin becas reales, efectivas, que garanticen la subsistencia de estudiantes por el solo hecho de ser estudiantes, la universidad pública no volverá a ser nunca más un motor de la movilidad social.
La oportunidad de generar un sistema de estas características implica una cabal reformulación de los mecanismos de financiamiento de la universidad pública. Aunque para ello antes es necesario reabrir el debate no sólo entre todos los que forman la comunidad universitaria, sino también escuchando a los actores de la sociedad en general, más allá de las puertas de la universidad, porque la universidad pública debe dejar de concebirse a sí misma cortada en el vacío y empezar a pensarse como una parte sustantiva de la praxis social. La universidad es progresista no por discursos críticos y contestatarios puertas adentro, sino fundamentalmente en la medida que es capaz de romper con las desigualdades EN la sociedad de la que es parte.
Gobierno
Pero todo esto ha sido sepultado recientemente por un nuevo fetiche: la democratización de la universidad pública. Bajo esta bandera, los militantes estudiantiles reviven la vieja proclama del abate Sieyes en los días de la Revolución francesa y reclaman derecho a un voto igual para cada miembro de la comunidad universitaria, sea docente, estudiante, graduado o personal no docente. La ocurrencia tiene su sentido común: como en los Estados Generales, los votos en el gobierno universitario se estructuran por claustros, lo que "sobre-representa" a los docentes sobre los alumnos.
Ahora bien, esta traspolación de la lógica revolucionaria a la universidad tiene un alto componente de desconexión con la realidad. ¿Los docentes son la nobleza de los años de Luis XVI? ¿Los docentes son los explotadores que acumulan la plusvalía de los alumnos? ¿Los estudiantes y personal no-docente son los oprimidos sublevados? Esta lógica parece tener poco que aportar. Propongámos entonces una pregunta diferente: ¿El gobierno universitario se sustenta en los derechos de los miembros y por tanto todos tienen iguales derechos o se basa en una división funcional entre aquellos que enseñan una disciplina y aquellos que la están recién cultivando?
Unos pocos años atrás, el Coronel presenció una escena de violento sentido común, cuando un grupo de militantes estudiantiles pidieron interrumpir una clase en el Aula Magna del edificio de Marcelo T. de Alvear de Sociales. El profesor, no sin resignación, aceptó el pedido. El tema que tenían en agenda para presentar era precisamente la "democratización" de la carrera de Sociología, un tema que por esos días recién cobraba espacio en la agenda estudiantil al calor del "Que se vayan todos". La presentación seguía el monólogo de rigor hasta que una voz algo timorata, desde el fondo, les preguntó si eso no implicaba suponer que él (un estudiante que se identificó como cursando su primer semestre post-CBC) sabía tanto sobre la carrera como profesores con décadas de experiencia.
La pregunta entonces cae de madura: ¿es realmente lo mismo la democracia política (macro) que el gobierno de la universidad (micro) como para reclamar una simple y mecanica traspolación de una a otra? La universidad pública tiene mecanismos de participación de docentes, graduados y alumnos, donde las decisiones no pueden tomarse con el apoyo de sólo un "claustro", fomentando el diálogo, la cooperación y la negociación, como en cualquier organización pluralista. Sin embargo, en este caso la pura aplicación de la vieja proclama de Sieyes no es más que, por una cuestión de simple superioridad numérica, el gobierno de los alumnos.
Esto no pretende ser una apología de las jerarquías, porque nada puede ser más lejano al espíritu del Coronel que el apegos a las estructuras jerárquicas de autoridad. Pero uno no puede dejar de preguntarse qué destino puede tener la universidad pública si un día los miliantes de la "democratización" de la Universidad ganan la partida. ¿La destrucción final de la universidad pública es progresista? ¿Lo progresista se define por el grado de activación y protagonismo estudiantil?
¿Por qué correr el velo?
Romper con estos lugares comunes presenta un tradicional dilema de costos de corto plazo versus (potenciales) beneficios de largo plazo. Los costos de tal ruptura son fáciles de determinar: cualquier dirigente político o intelectual que cuestione en forma pública alguna (o varias, o todas) de estas remanidas imposturas corre el serio riesgo de ser tachado de derechista, neo-liberal, oligarca, privatista, facho, milico o todas esas cosas juntas, sin importar cuál sea su propuesta o, incluso, sus credenciales para hablar del tema. Y, casi con seguridad, la prensa porteña bienpensante le dedique furibundas columnas editoriales, describiéndolo como un declarado enemigo de la educación publica. Los costos políticos para cualquier crítico son altos, ya sea que se trate de dirigentes políticos, por definición muy sensibles a los humores de los votantes, o de académicos, por lo general más interesados en conservar sus credenciales de intelectuales progresistas que en afrontar nuevos debates.
Y los beneficios (además de inciertos) serán cosechados en plazos tan largos que probablemente sean disfrutados por otros, en especial en el caso de los dirigentes políticos, quienes disponen de plazos breves para la maduración de sus inversiones políticas. Una mejor educación, más inclusiva, socialmente comprometida, profesionalizada, etc. etc. son metas que tardarán años en ser alcanzadas, incluso cuando se llevara a cabo el más coherente y bien articulado proyecto de modernización educativa.
Pero el debate debe ser dado, aunque para ello haya que tomar la apuesta de tal desbalance entre los plazos de costos y beneficios. Primero, porque de otra forma el pensamiento progresista corre el riesgo de que sean otros los que propongan las respuestas, el día que no quede otra más que hacer frente al problema. Una propuesta articulada es muy dificil de vencer con ideas sueltas e inconexas, por más regresiva que sea la primera y mejor intencionadas que sean las últimas. Y, segundo, porque cuanto más tiempo transcurre, más grande será el deterioro de la situación desde la cual iniciar el proceso de reconstrucción, viendo cotidianamente la constante fuga de valioso capital humano.
Por supuesto que los problemas de la Universidad pública (y sus soluciones) van mucho más allá de estos temas. Acá no se ha pretendido proponer una solución, ni mucho menos. Sólo llamar la atención sobre estos temas ante los cuales el pensamiento progresista muestra un completo bloqueo intelectual. El desafío está ahí.
La Universidad como tema de debate político es, guste o no, una cuestión entre menor e irrelevante, por motivos que escapan a la capacidad explicativa del Coronel. Ahora bien, el fin de este posteo no es intentar explicar el porqué de la intrascendencia política de la cuestión universitaria en el debate, sino más bien hacer un llamado a la reflexión: en opinión del Coronel, este debate forma parte de la agenda de cuentas pendientes del pensamiento progresista de los últimos diez o quince años (y, seguramente, más también) y nadie parece interesado en pagar los costos de romper con los más remanidos lugares comunes.
Gratuidad
La educación pública y gratuita es una bandera innegociable. Es lo que ha caracterizado y distinguido a nuestro país en toda América Latina dice CFK en un coqueto salón del Palacio Pizzurno, según da cuenta Clarín, en un vago intento de cargar su agenda de campaña con algo más sustantivo que el conocido world tour de los últimos meses. ¿Pero esto realmente significa algo?
La Universidad pública no es gratuita y nunca lo ha sido, por más que un puñado de militantes estudiantiles profesionales hayan transformado en una verdad revelada e incuestionable la afirmación contraria. La universidad pública se financia por medio de los impuestos que toda la sociedad paga cotidianamente. Y, por ese motivo, cuando se contrapone gratuidad vs. privatización el debate se presenta completamente distorsionado.
Alguien me responderá: "Gratuidad significa que los estudiantes/usuarios no paguen por la educación/servicio, sino la comunidad". Ok, entonces usemos este sentido restringido de la gratuidad. Sin embargo, lo peor no es la distorsión sino que su fetichización: la afirmación vacía sobre la gratuidad no aporta ninguna solución a los problemas de financiamiento de la educación superior argentina, que son por demás evidentes, sino que simplemente bloquea cualquier discusión seria.
Las universidades públicas deben cumplir una serie de misiones ante la sociedad, para lo cual alrededor del mundo ellas disponen de numerosos mecanismos para financiarse: aportes privados, alianzas con organizaciones gubernamentales y privadas, el cobro de aranceles a los estudiantes de sectores altos, el cobro de una alícuota extra en el impuesto a la renta a los padres de estudiantes, etc. etc. En todos los casos, tales mecanismos coexisten con los aportes del Estado.
El razonamiento es sencillo. La educación es un bien social valorable por sí mismo, por lo cual el Estado no puede desentenderse de sus responsabilidades. Pero eso no significa que la educación no pueda buscar fortalecer sus recursos mediante otras fuentes de financiamiento. No obstante, el no-arancelamiento ha devenido en un fetiche capaz de aplastar cualquier posibilidad de cambio.
Movilidad social
Dice una voz popular: Universidad / de los trabajadores / y al que no le gusta / se jode, se jode...
El discurso tiene cierto color romántico: una universidad del pueblo, donde los hijos de las clases populares se formen y, gracias a la educación, mejoren sus oportunidades y sus condiciones de vida. Sin embargo, cualquiera que haya caminado por los pasillos de las universidades públicas argentinas sabe que ahí casi no estudian los pobres sino las clases medias y altas. Los pobres son una pequeña minoría, claramente subrepresentada en el conjunto.
Una universidad progresista es aquella que distribuye sus recursos desde los grupos más ricos hacia sus estudiantes más pobres, estimulando el cambio social y la igualdad. Sin embargo, la composición del financiamiento universitario da una pauta contraria: un sistema fiscal regresivo, que grava a los pobres más que a los ricos, se complementa a la perfección con el fetiche de la gratuidad para que los pobres financien la educación de las clases medias urbanas. Al Coronel no se le ocurren una situación menos progresista que esta, con la excepción de directamente prohibirles a los pobres pisar la universidad.
Una universidad progresista arancela a los estudiantes que pueden afrontarlo (clases medias y altas), otorga el beneficio de la gratuidad a aquellos que sin posibilidad de cubrir aranceles encuentran en la gratuidad su única condición para acceder a la universidad (sectores medio-bajos, pauperizados) y da becas constantes y sonantes para aquellos que ni con la gratuidad pueden pensar en una carrera (digamos, los pobres, a secas). Sin becas reales, efectivas, que garanticen la subsistencia de estudiantes por el solo hecho de ser estudiantes, la universidad pública no volverá a ser nunca más un motor de la movilidad social.
La oportunidad de generar un sistema de estas características implica una cabal reformulación de los mecanismos de financiamiento de la universidad pública. Aunque para ello antes es necesario reabrir el debate no sólo entre todos los que forman la comunidad universitaria, sino también escuchando a los actores de la sociedad en general, más allá de las puertas de la universidad, porque la universidad pública debe dejar de concebirse a sí misma cortada en el vacío y empezar a pensarse como una parte sustantiva de la praxis social. La universidad es progresista no por discursos críticos y contestatarios puertas adentro, sino fundamentalmente en la medida que es capaz de romper con las desigualdades EN la sociedad de la que es parte.
Gobierno
Pero todo esto ha sido sepultado recientemente por un nuevo fetiche: la democratización de la universidad pública. Bajo esta bandera, los militantes estudiantiles reviven la vieja proclama del abate Sieyes en los días de la Revolución francesa y reclaman derecho a un voto igual para cada miembro de la comunidad universitaria, sea docente, estudiante, graduado o personal no docente. La ocurrencia tiene su sentido común: como en los Estados Generales, los votos en el gobierno universitario se estructuran por claustros, lo que "sobre-representa" a los docentes sobre los alumnos.
Ahora bien, esta traspolación de la lógica revolucionaria a la universidad tiene un alto componente de desconexión con la realidad. ¿Los docentes son la nobleza de los años de Luis XVI? ¿Los docentes son los explotadores que acumulan la plusvalía de los alumnos? ¿Los estudiantes y personal no-docente son los oprimidos sublevados? Esta lógica parece tener poco que aportar. Propongámos entonces una pregunta diferente: ¿El gobierno universitario se sustenta en los derechos de los miembros y por tanto todos tienen iguales derechos o se basa en una división funcional entre aquellos que enseñan una disciplina y aquellos que la están recién cultivando?
Unos pocos años atrás, el Coronel presenció una escena de violento sentido común, cuando un grupo de militantes estudiantiles pidieron interrumpir una clase en el Aula Magna del edificio de Marcelo T. de Alvear de Sociales. El profesor, no sin resignación, aceptó el pedido. El tema que tenían en agenda para presentar era precisamente la "democratización" de la carrera de Sociología, un tema que por esos días recién cobraba espacio en la agenda estudiantil al calor del "Que se vayan todos". La presentación seguía el monólogo de rigor hasta que una voz algo timorata, desde el fondo, les preguntó si eso no implicaba suponer que él (un estudiante que se identificó como cursando su primer semestre post-CBC) sabía tanto sobre la carrera como profesores con décadas de experiencia.
La pregunta entonces cae de madura: ¿es realmente lo mismo la democracia política (macro) que el gobierno de la universidad (micro) como para reclamar una simple y mecanica traspolación de una a otra? La universidad pública tiene mecanismos de participación de docentes, graduados y alumnos, donde las decisiones no pueden tomarse con el apoyo de sólo un "claustro", fomentando el diálogo, la cooperación y la negociación, como en cualquier organización pluralista. Sin embargo, en este caso la pura aplicación de la vieja proclama de Sieyes no es más que, por una cuestión de simple superioridad numérica, el gobierno de los alumnos.
Esto no pretende ser una apología de las jerarquías, porque nada puede ser más lejano al espíritu del Coronel que el apegos a las estructuras jerárquicas de autoridad. Pero uno no puede dejar de preguntarse qué destino puede tener la universidad pública si un día los miliantes de la "democratización" de la Universidad ganan la partida. ¿La destrucción final de la universidad pública es progresista? ¿Lo progresista se define por el grado de activación y protagonismo estudiantil?
¿Por qué correr el velo?
Romper con estos lugares comunes presenta un tradicional dilema de costos de corto plazo versus (potenciales) beneficios de largo plazo. Los costos de tal ruptura son fáciles de determinar: cualquier dirigente político o intelectual que cuestione en forma pública alguna (o varias, o todas) de estas remanidas imposturas corre el serio riesgo de ser tachado de derechista, neo-liberal, oligarca, privatista, facho, milico o todas esas cosas juntas, sin importar cuál sea su propuesta o, incluso, sus credenciales para hablar del tema. Y, casi con seguridad, la prensa porteña bienpensante le dedique furibundas columnas editoriales, describiéndolo como un declarado enemigo de la educación publica. Los costos políticos para cualquier crítico son altos, ya sea que se trate de dirigentes políticos, por definición muy sensibles a los humores de los votantes, o de académicos, por lo general más interesados en conservar sus credenciales de intelectuales progresistas que en afrontar nuevos debates.
Y los beneficios (además de inciertos) serán cosechados en plazos tan largos que probablemente sean disfrutados por otros, en especial en el caso de los dirigentes políticos, quienes disponen de plazos breves para la maduración de sus inversiones políticas. Una mejor educación, más inclusiva, socialmente comprometida, profesionalizada, etc. etc. son metas que tardarán años en ser alcanzadas, incluso cuando se llevara a cabo el más coherente y bien articulado proyecto de modernización educativa.
Pero el debate debe ser dado, aunque para ello haya que tomar la apuesta de tal desbalance entre los plazos de costos y beneficios. Primero, porque de otra forma el pensamiento progresista corre el riesgo de que sean otros los que propongan las respuestas, el día que no quede otra más que hacer frente al problema. Una propuesta articulada es muy dificil de vencer con ideas sueltas e inconexas, por más regresiva que sea la primera y mejor intencionadas que sean las últimas. Y, segundo, porque cuanto más tiempo transcurre, más grande será el deterioro de la situación desde la cual iniciar el proceso de reconstrucción, viendo cotidianamente la constante fuga de valioso capital humano.
Por supuesto que los problemas de la Universidad pública (y sus soluciones) van mucho más allá de estos temas. Acá no se ha pretendido proponer una solución, ni mucho menos. Sólo llamar la atención sobre estos temas ante los cuales el pensamiento progresista muestra un completo bloqueo intelectual. El desafío está ahí.
4 comentarios:
El tema de la democracia universitaria no significa, a mi modesto parecer, una cuestión de alumnos eligiendo a sus profesores. La administración de las universidades no se diferencia de la administración de una provincia o un municipio (de hecho, el número de alumnos de muchas universidades grandes supera por mucho al número de habitantes de muchas provincias "chicas"); las medidas del rector y los decanos afectan a los alumnos tanto como las del gobernador o intendente a los ciudadanos de su distrito. Por lo tanto es justo que los alumnos puedan elegir a los administradores de su universidad, lo cual no es lo mismo que elegir a sus profesores.
Saludos
Gracias Martín por prenderte al debate, porque es lo que más me asusta de todo esto: nadie discute esto, como si fueran verdades escritas en las estrellas. Y sobre el tema de la democratización estoy por completo en desacuerdo. Por qué?
Primero, porque la Universidad no genera una situación de ciudadanía, ni en beneficio de los estudiantes, ni de los profesores ni de nadie. Todos los que participan de la vida universitaria lo hacen como trabajadores o como usuarios, pero no como ciudadanos universitarios.
Segundo, la Universidad es un ente público, dirigida a la comunidad, por lo cual en el mejor de los casos el voto no debería estar limitado a los que participan directamente de ella, porque las consecuencias de una buena/mala educación son productos sociales, no sólo individuales. Por qué van a votar unos pocos cuando las consecuencias son para todos? Pero eso ya lo hacemos: votamos a un/a presidente que nombra un Ministro de Educación encargado de diseñar políticas educativas, entre ellas una para la educación superior. Y legisladores, que legislan sobre... etc.
Tercero, porque efectivamente estan eligiendo al profesor: la selección de los integrantes del claustro está altamente vinculada a las direcciones de la carrera. Y si ahora vemos criterios políticos, una elección los potenciaría aun más.
Cuarto, porque ninguna universidad relevante en el mundo lo hace, lo que es prueba de que los resultados se logran de otra forma. Los militantes estudiantiles citan como antecedente la Universidad del Alto, en Bolivia. Es decir, ni siquiera la universidad pública de La Paz, sino una chica y de segunda línea (sin ofender a nadie, la relación entre la primera y la segunda debe ser como la que hay entre la Universidad de Lujan y la UBA, digamos astronómica). El gobierno de la universidad tiene que servir a la excelencia académica antes que a necesidades expresivas.
Quinto, porque el hiper-militantismo lo único que hace es "espantar" a los miembros más calificados de los claustros, que fugan: a.) a universidades privadas, b.) a universidades públicas en la periferia, c.) a centros autárquicos dentro de la propia universidad pública, o d.) a pequeños centros de investigación privados desde los que establecen convenios con las universidades públicas a fin de ser parte del sistema sin bancarse el caos. Esto en ciencias sociales (mi área, por lo cual la que realmente conozco) es muy evidente.
Y, por último, porque es falso que los estudiantes no participen de las decisiones (y esta mentira se encargaron de transformarla en dogma un puñado de militantes con intereses creados). Efectivamente ya hay un sistema de participación de los estudiantes en el gobierno de la universidad, muy parecido a la participación por tercios de las paritarias sindicales. Las decisiones se toman con el apoyo de más de un sector, porque ninguno individualmente alcanza el número para tomarlas. No digo que funcione genial, muy lejos de eso, pero es un mecanismo decisorio que apunta a alcanzar consensos; y voltear el sistema sólo por cambiar no es garantía que el nuevo sistema mejore los resultados.
Honestamente creo que nadie parece tomarse en serio los efectos que esto tendría en el mediano plazo.
Pues este posteo diría que me parece una sana muestra de incorrección política que tanta falta hace. Coronel usted se mete con una vaca sagrada y lo único que tengo para decir es que ya era hora de hacerlo. Comparto en buena medida sus planteos. Y no dudo que detrás de ese cierto progresismo y esa defensa de la universidad gratuita se esconden privilegios de clase, de casta y de corporaciones.
Siempre he sido de la idea de que nuestro sistema educativo está pensado para sacar a un egresado universitario brillante que legitima a un sistema, que por debajo adolece de falencias.
En este país diría que es más fácil meterse con la Iglesia, con la CGT y diría hasta con los carteles de la droga, que tratar de abrir un debate sobre la universidad pública.
Aunque no soy egresado de la misma, si soy co-financiador, así que me arrogo el derecho a opinar: más de una vez pienso si la universidad pública no hubiera sido un buen estudio de caso para Mancur Olson.
La batalla continúa!
Zabalita, efectivamente, creo que hay un conjunto de actores corporativos que lo único que pretenden es la reproducción del sistema, sin mayores sobresaltos, antes que un cambio que pudiera dejarlos a un costado. Pero eso no sería nada nuevo: corporaciones hay a patadas en la política, el Estado y la sociedad argentina (y de cualquier otro país, claro). Pero estos actores corporativos se auto-legitiman mediante credenciales progresistas y, además, los auténticos progresistas los aceptan como un hecho dado, sin preguntarse nada. O si lo hacen, eso ocurre en un fuero interno, sin abrir un debate amplio.
Y a juzgar por las reacciones al posteo, tampoco ha generado mucho debate aquí.
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