Advertencia: Este posteo es muy largo y probablemente muy aburrido. Por ese motivo, si usted tiene algo interesante para hacer, puede dejarlo para otro momento. Va a seguir acá posteado cuando usted regreseLa Universidad como tema de debate político es, guste o no, una cuestión entre menor e irrelevante, por motivos que escapan a la capacidad explicativa del Coronel. Ahora bien, el fin de este posteo no es intentar explicar el porqué de la intrascendencia política de la cuestión universitaria en el debate, sino más bien hacer un llamado a la reflexión: en opinión del Coronel, este debate forma parte de la agenda de cuentas pendientes del pensamiento progresista de los últimos diez o quince años (y, seguramente, más también) y nadie parece interesado en pagar los costos de romper con los más remanidos lugares comunes.
GratuidadLa educación pública y gratuita es una bandera innegociable. Es lo que ha caracterizado y distinguido a nuestro país en toda América Latina dice CFK en un coqueto salón del Palacio Pizzurno, según da cuenta
Clarín, en un vago intento de cargar su agenda de campaña con algo más sustantivo que el conocido
world tour de los últimos meses. ¿Pero esto realmente significa algo?
La Universidad pública no es gratuita y nunca lo ha sido, por más que un puñado de militantes estudiantiles profesionales hayan transformado en una verdad revelada e incuestionable la afirmación contraria. La universidad pública se financia por medio de los impuestos que toda la sociedad paga cotidianamente. Y, por ese motivo, cuando se contrapone
gratuidad vs. privatización el debate se presenta completamente distorsionado.
Alguien me responderá: "Gratuidad significa que los estudiantes/usuarios no paguen por la educación/servicio, sino la comunidad". Ok, entonces usemos este sentido restringido de la
gratuidad. Sin embargo, lo peor no es la distorsión sino que su
fetichización: la afirmación vacía sobre la gratuidad no aporta ninguna solución a los problemas de financiamiento de la educación superior argentina, que son por demás evidentes, sino que simplemente bloquea cualquier discusión seria.
Las universidades públicas deben cumplir una serie de misiones ante la sociedad, para lo cual alrededor del mundo ellas disponen de numerosos mecanismos para financiarse: aportes privados, alianzas con organizaciones gubernamentales y privadas, el cobro de aranceles a los estudiantes de sectores altos, el cobro de una alícuota extra en el impuesto a la renta a los padres de estudiantes, etc. etc. En todos los casos, tales mecanismos coexisten con los aportes del Estado.
El razonamiento es sencillo. La educación es un bien social valorable por sí mismo, por lo cual el Estado no puede desentenderse de sus responsabilidades. Pero eso no significa que la educación no pueda buscar fortalecer sus recursos mediante otras fuentes de financiamiento. No obstante, el no-arancelamiento ha devenido en un
fetiche capaz de aplastar cualquier posibilidad de cambio.
Movilidad socialDice una voz popular:
Universidad / de los trabajadores / y al que no le gusta / se jode, se jode...El discurso tiene cierto color romántico: una universidad del pueblo, donde los hijos de las clases populares se formen y, gracias a la educación, mejoren sus oportunidades y sus condiciones de vida. Sin embargo, cualquiera que haya caminado por los pasillos de las universidades públicas argentinas sabe que ahí casi no estudian los pobres sino las clases medias y altas. Los pobres son una pequeña minoría, claramente subrepresentada en el conjunto.
Una universidad progresista es aquella que distribuye sus recursos desde los grupos más ricos hacia sus estudiantes más pobres, estimulando el cambio social y la igualdad. Sin embargo, la composición del financiamiento universitario da una pauta contraria: un sistema fiscal regresivo, que grava a los pobres más que a los ricos, se complementa a la perfección con el fetiche de la gratuidad para que los pobres financien la educación de las clases medias urbanas. Al Coronel no se le ocurren una situación menos progresista que esta, con la excepción de directamente prohibirles a los pobres pisar la universidad.
Una universidad progresista arancela a los estudiantes que pueden afrontarlo (clases medias y altas), otorga el beneficio de la gratuidad a aquellos que sin posibilidad de cubrir aranceles encuentran en la gratuidad su única condición para acceder a la universidad (sectores medio-bajos, pauperizados) y da becas constantes y sonantes para aquellos que ni con la gratuidad pueden pensar en una carrera (digamos, los pobres, a secas). Sin becas reales, efectivas, que garanticen la subsistencia de estudiantes por el solo hecho de ser estudiantes, la universidad pública no volverá a ser nunca más un motor de la movilidad social.
La oportunidad de generar un sistema de estas características implica una cabal reformulación de los mecanismos de financiamiento de la universidad pública. Aunque para ello antes es necesario reabrir el debate no sólo entre todos los que forman la comunidad universitaria, sino también escuchando a los actores de la sociedad en general, más allá de las puertas de la universidad, porque la universidad pública debe dejar de concebirse a sí misma cortada en el vacío y empezar a pensarse como una parte sustantiva de la praxis social. La universidad es progresista no por discursos críticos y contestatarios puertas adentro, sino fundamentalmente en la medida que es capaz de romper con las desigualdades EN la sociedad de la que es parte.
GobiernoPero todo esto ha sido sepultado recientemente por un nuevo
fetiche: la democratización de la universidad pública. Bajo esta bandera, los militantes estudiantiles reviven la vieja proclama del abate Sieyes en los días de la Revolución francesa y reclaman derecho a un voto igual para cada miembro de la comunidad universitaria, sea docente, estudiante, graduado o personal no docente. La ocurrencia tiene su sentido común: como en los Estados Generales, los votos en el gobierno universitario se estructuran por claustros, lo que "sobre-representa" a los docentes sobre los alumnos.
Ahora bien, esta traspolación de la lógica revolucionaria a la universidad tiene un alto componente de desconexión con la realidad. ¿Los docentes son la nobleza de los años de Luis XVI? ¿Los docentes son los explotadores que acumulan la plusvalía de los alumnos? ¿Los estudiantes y personal no-docente son los oprimidos sublevados? Esta lógica parece tener poco que aportar. Propongámos entonces una pregunta diferente: ¿El gobierno universitario se sustenta en los derechos de los miembros y por tanto todos tienen iguales derechos o se basa en una división funcional entre aquellos que enseñan una disciplina y aquellos que la están recién cultivando?
Unos pocos años atrás, el Coronel presenció una escena de violento sentido común, cuando un grupo de militantes estudiantiles pidieron interrumpir una clase en el Aula Magna del edificio de Marcelo T. de Alvear de Sociales. El profesor, no sin resignación, aceptó el pedido. El tema que tenían en agenda para presentar era precisamente la "democratización" de la carrera de Sociología, un tema que por esos días recién cobraba espacio en la agenda estudiantil al calor del "Que se vayan todos". La presentación seguía el monólogo de rigor hasta que una voz algo timorata, desde el fondo, les preguntó si eso no implicaba suponer que él (un estudiante que se identificó como cursando su primer semestre post-CBC) sabía tanto sobre la carrera como profesores con décadas de experiencia.
La pregunta entonces cae de madura: ¿es realmente lo mismo la democracia política (macro) que el gobierno de la universidad (micro) como para reclamar una simple y mecanica traspolación de una a otra? La universidad pública tiene mecanismos de participación de docentes, graduados y alumnos, donde las decisiones no pueden tomarse con el apoyo de sólo un "claustro", fomentando el diálogo, la cooperación y la negociación, como en cualquier organización pluralista. Sin embargo, en este caso la pura aplicación de la vieja proclama de Sieyes no es más que, por una cuestión de simple superioridad numérica, el gobierno de los alumnos.
Esto no pretende ser una apología de las jerarquías, porque nada puede ser más lejano al espíritu del Coronel que el apegos a las estructuras jerárquicas de autoridad. Pero uno no puede dejar de preguntarse qué destino puede tener la universidad pública si un día los miliantes de la "democratización" de la Universidad ganan la partida. ¿La destrucción final de la universidad pública es progresista? ¿Lo progresista se define por el grado de activación y protagonismo estudiantil?
¿Por qué correr el velo?Romper con estos lugares comunes presenta un tradicional dilema de costos de corto plazo
versus (potenciales) beneficios de largo plazo. Los costos de tal ruptura son fáciles de determinar: cualquier dirigente político o intelectual que cuestione en forma pública alguna (o varias, o todas) de estas remanidas imposturas corre el serio riesgo de ser tachado de derechista, neo-liberal, oligarca, privatista, facho, milico o todas esas cosas juntas, sin importar cuál sea su propuesta o, incluso, sus credenciales para hablar del tema. Y, casi con seguridad, la prensa porteña
bienpensante le dedique furibundas columnas editoriales, describiéndolo como un declarado enemigo de la educación publica. Los costos políticos para cualquier crítico son altos, ya sea que se trate de dirigentes políticos, por definición muy sensibles a los humores de los votantes, o de académicos, por lo general más interesados en conservar sus credenciales de intelectuales progresistas que en afrontar nuevos debates.
Y los beneficios (además de inciertos) serán cosechados en plazos tan largos que probablemente sean disfrutados por otros, en especial en el caso de los dirigentes políticos, quienes disponen de plazos breves para la maduración de sus inversiones políticas. Una mejor educación, más inclusiva, socialmente comprometida, profesionalizada, etc. etc. son metas que tardarán años en ser alcanzadas, incluso cuando se llevara a cabo el más coherente y bien articulado proyecto de modernización educativa.
Pero el debate debe ser dado, aunque para ello haya que tomar la apuesta de tal desbalance entre los plazos de costos y beneficios. Primero, porque de otra forma el pensamiento progresista corre el riesgo de que sean
otros los que propongan las respuestas, el día que no quede otra más que hacer frente al problema. Una propuesta articulada es muy dificil de vencer con ideas sueltas e inconexas, por más regresiva que sea la primera y mejor intencionadas que sean las últimas. Y, segundo, porque cuanto más tiempo transcurre, más grande será el deterioro de la situación desde la cual iniciar el proceso de reconstrucción, viendo cotidianamente la constante fuga de valioso capital humano.
Por supuesto que los problemas de la Universidad pública (y sus soluciones) van mucho más allá de estos temas. Acá no se ha pretendido proponer una solución, ni mucho menos. Sólo llamar la atención sobre estos temas ante los cuales el pensamiento progresista muestra un completo bloqueo intelectual. El desafío está ahí.