Torcuato ha pronosticado que el sistema de partidos argentino desembocará en un sistema bipartidista clásico, de tipo bipolar, con una izquierda y una derecha bien definidas. Torcuato ha repetido esta predicción por años, quizás corresponda decir por décadas; y lo ha hecho tantas veces como la realidad la ha rechazado. En beneficio de Torcuato, hay que reconocer que en más de una oportunidad el proceso político argentino pareció encaminarse hacia un cierto escenario bipolar; no obstante, la aparición de un sistema de partidos que funcione (casi exclusivamente) alrededor de dos actores siempre ha sido remota.
Muchas veces la prensa ha transmitido los sueños ditelleanos de los Kirchner. Se dice que ellos quisieran protagonizar la articulación de un nuevo sistema de partidos, donde un bloque de centro-izquierda, hegemonizado por el peronismo, confronte contra un bloque de centro-derecha, cuya aparición quedaría pendiente a un incierto futuro. Un diseño de estas características pareciera presentar reminiscencias del formato habitual de la política europea, estructurada principalmente alrededor del clivaje izquierda-derecha, aunque usualmente esta competencia no ocurre en forma bipartidista sino multipartidista.
Por un lado, la decisión del kirchnerismo de tomar las riendas del partido tras cuatro años de (por decirlo de algún modo) ignorarlo olímpicamente sugiere que desde la cúpula del poder se supone que la realización de tal proyecto requiere de la revitalización del Partido Justicialista como elemento central y, desde allí, atraer a otros sectores de centro-izquierda, muchos de los cuales (cabe recordar) han construido su identidad política en conflicto con la identidad peronista. Las elecciones de octubre pasado mostraron que, en términos electorales, el kirchnerismo descansa más que nunca sobre sus bases peronistas, mientras que los demás sectores que han participado del armado (desde radicales K, pasando por agrupaciones piqueteras, hasta el progresismo bienpensante porteño) ocupan roles accesorios. Por ese motivo sería muy esperable que algunos, quizás muchos líderes peronistas con control directo del aparato electoral, en especial algunos gobernadores, se sientan tentados a reclamar una mayor cuota de poder políticos y, por qué no, a soñar con disputar el liderazgo (es decir, la presidencia) dentro de cuatro años.
Desde esta perspectiva, la decisión de desandar los pasos y retomar las riendas partidarias quizás no sea una muestra del formidable poder político del kirchnerismo, sino antes sea un intento para consolidar su liderazgo sobre el universo peronista, cerrando el paso de posibles competidores, intuyendo que al apogeo sigue la decadencia. Pero también puede ser un camino para institucionalizar el partido y así proteger su propio poder político: la ausencia de reglas creíbles permite que el poder sea administrado con un mayor margen de maniobra; sin embargo, la institucionalidad, al dar márgenes de estabilidad en las interacciones entre los actores, puede ser una estrategia para preservarlo, para protegerse frente a eventuales competidores. En un peronismo de instituciones informales como el actual, el próximo líder peronista borrará del mapa a los Kirchner tal como ellos lo hicieron con Duhalde.
Sin embargo, las posibilidades de concretar tal sueño ditelleano puede chocar contra límites difíciles de vencer. Tal como reflexionaba Pierre Ostiguy en una columna post-elecciones, hay una gran brecha entre la figura de Cristina, a nivel de liderazgo “peronista” nacional, y las bases peronistas que fundamentalmente la votaron. Esta brecha es observable tanto a nivel de estilo político (y de estética), como a nivel de proyecto “ideológico” (el comentado nivel simbólico abarca ambos aspectos). Y esta brecha es mucho más grande, opino, que la que existía con Néstor Kirchner. [...] Cristina quiere liderar un gobierno que sea básicamente de izquierda moderna, identificada con el socialismo francés, o el socialismo español, o el modelo chileno de Michelle Bachelet. Eso es muy irónico, teniendo en cuenta el odio profesado tantas, pero tantas veces –y con pasión– de parte de votantes y militantes peronistas hacia el socialismo europeo, “que no tiene nada que ver con el peronismo”. Odio que se actualizó hace dos décadas cuando lo asociaban claramente con el alfonsinismo. Y, sin dudas, el peronismo es populismo retóricamente nacionalista. El peronismo no es asimilable a una identidad socialista o progresista, porque está estructurado sobre identidades por completo diferentes, en no pocos puntos irreconciliables con el ideario del pensamiento progresista. En parte por estas profundas diferencias identitarias y, también, porque como se dice acá el votante progresista en el gran número -dirigentes mojadores hay, pero no suman a este análisis- es un votante sin cultura oficialista y en líneas generales la gestión nacional -por motivos diversos y muchos valederos- más o menos rápidamente primero lo agobia, luego defrauda y finalmente termina apartándose en busca de alternativas opositoras, donde se siente más cómodo, la posibilidad de su integración en el añorado bloque de centro-izquierda es poco probable. Antes bien sería esperable una eterna e irresoluble relación de amor-odio, limitada a alianzas más bien coyunturales.
Por otro lado, la dimensión partidaria del peronismo, tal como se enfatiza acá intentando calmar "progres asustados", jamás ocupó un rol hegemónico en el movimiento. La posición del partido nunca fue comparable a la ocupada por sus equivalentes en otros movimientos multiclasistas, tal como podría ser el caso del PRI mexicano; ni tampoco jamás pudo equipararse a los partidos obreros de estilo europeo, donde la relación entre sindicatos y dirigencia partidaria está institucionalizada en reglas indisputadas. En este contexto el peronismo era un movimiento no sólo por su pretensión de representar a toda la sociedad y no reconocerse sólo una "parte", sino también porque bajo esa etiqueta se refugiaban diferentes actores políticos, que pretendían liderarlo: partido, sindicatos y también organizaciones armadas. Así, la renovación de los años '80 fue el primer (y diría único) proyecto de convertir el peronismo en un partido social-demócrata moderno, siguiendo el modelo de los partidos obreros europeos, pero tal como señala Levitsky el proceso no acabó en la construcción de un partido de cuadros sustentado en el aparato sindical, sino en uno de bases clientelares controlado por jefes locales con acceso privilegiado a los recursos estatales en los años '90.
Es decir, tampoco corresponde imaginar que a un Partido Justicialista todo poderoso, que finalmente discipline a todos sus componentes, transformándose así en la piedra fundamental del sistema político argentino. Y menos aún creer que eso se puede lograr sólo con una foto en la portada dominical de Clarín, por más que eso haya sacudido el abispero. Dice hoy Wainfeld en una reflexión inteligente: La repercusión del acuerdo Kirchner-Lavagna fue enorme. Da la impresión de que hasta resultó desproporcionada a su real impacto. En la arena mediática esa diferencia virtual es una minucia: si fue tapa de diarios y comidilla de las radios durante varios días, fue importante. Pero la construcción de un PJ que sea realmente un partido institucionalizado requiere algo más que ruido. También requiere nueces.
Muchas veces la prensa ha transmitido los sueños ditelleanos de los Kirchner. Se dice que ellos quisieran protagonizar la articulación de un nuevo sistema de partidos, donde un bloque de centro-izquierda, hegemonizado por el peronismo, confronte contra un bloque de centro-derecha, cuya aparición quedaría pendiente a un incierto futuro. Un diseño de estas características pareciera presentar reminiscencias del formato habitual de la política europea, estructurada principalmente alrededor del clivaje izquierda-derecha, aunque usualmente esta competencia no ocurre en forma bipartidista sino multipartidista.
Por un lado, la decisión del kirchnerismo de tomar las riendas del partido tras cuatro años de (por decirlo de algún modo) ignorarlo olímpicamente sugiere que desde la cúpula del poder se supone que la realización de tal proyecto requiere de la revitalización del Partido Justicialista como elemento central y, desde allí, atraer a otros sectores de centro-izquierda, muchos de los cuales (cabe recordar) han construido su identidad política en conflicto con la identidad peronista. Las elecciones de octubre pasado mostraron que, en términos electorales, el kirchnerismo descansa más que nunca sobre sus bases peronistas, mientras que los demás sectores que han participado del armado (desde radicales K, pasando por agrupaciones piqueteras, hasta el progresismo bienpensante porteño) ocupan roles accesorios. Por ese motivo sería muy esperable que algunos, quizás muchos líderes peronistas con control directo del aparato electoral, en especial algunos gobernadores, se sientan tentados a reclamar una mayor cuota de poder políticos y, por qué no, a soñar con disputar el liderazgo (es decir, la presidencia) dentro de cuatro años.
Desde esta perspectiva, la decisión de desandar los pasos y retomar las riendas partidarias quizás no sea una muestra del formidable poder político del kirchnerismo, sino antes sea un intento para consolidar su liderazgo sobre el universo peronista, cerrando el paso de posibles competidores, intuyendo que al apogeo sigue la decadencia. Pero también puede ser un camino para institucionalizar el partido y así proteger su propio poder político: la ausencia de reglas creíbles permite que el poder sea administrado con un mayor margen de maniobra; sin embargo, la institucionalidad, al dar márgenes de estabilidad en las interacciones entre los actores, puede ser una estrategia para preservarlo, para protegerse frente a eventuales competidores. En un peronismo de instituciones informales como el actual, el próximo líder peronista borrará del mapa a los Kirchner tal como ellos lo hicieron con Duhalde.
Sin embargo, las posibilidades de concretar tal sueño ditelleano puede chocar contra límites difíciles de vencer. Tal como reflexionaba Pierre Ostiguy en una columna post-elecciones, hay una gran brecha entre la figura de Cristina, a nivel de liderazgo “peronista” nacional, y las bases peronistas que fundamentalmente la votaron. Esta brecha es observable tanto a nivel de estilo político (y de estética), como a nivel de proyecto “ideológico” (el comentado nivel simbólico abarca ambos aspectos). Y esta brecha es mucho más grande, opino, que la que existía con Néstor Kirchner. [...] Cristina quiere liderar un gobierno que sea básicamente de izquierda moderna, identificada con el socialismo francés, o el socialismo español, o el modelo chileno de Michelle Bachelet. Eso es muy irónico, teniendo en cuenta el odio profesado tantas, pero tantas veces –y con pasión– de parte de votantes y militantes peronistas hacia el socialismo europeo, “que no tiene nada que ver con el peronismo”. Odio que se actualizó hace dos décadas cuando lo asociaban claramente con el alfonsinismo. Y, sin dudas, el peronismo es populismo retóricamente nacionalista. El peronismo no es asimilable a una identidad socialista o progresista, porque está estructurado sobre identidades por completo diferentes, en no pocos puntos irreconciliables con el ideario del pensamiento progresista. En parte por estas profundas diferencias identitarias y, también, porque como se dice acá el votante progresista en el gran número -dirigentes mojadores hay, pero no suman a este análisis- es un votante sin cultura oficialista y en líneas generales la gestión nacional -por motivos diversos y muchos valederos- más o menos rápidamente primero lo agobia, luego defrauda y finalmente termina apartándose en busca de alternativas opositoras, donde se siente más cómodo, la posibilidad de su integración en el añorado bloque de centro-izquierda es poco probable. Antes bien sería esperable una eterna e irresoluble relación de amor-odio, limitada a alianzas más bien coyunturales.
Por otro lado, la dimensión partidaria del peronismo, tal como se enfatiza acá intentando calmar "progres asustados", jamás ocupó un rol hegemónico en el movimiento. La posición del partido nunca fue comparable a la ocupada por sus equivalentes en otros movimientos multiclasistas, tal como podría ser el caso del PRI mexicano; ni tampoco jamás pudo equipararse a los partidos obreros de estilo europeo, donde la relación entre sindicatos y dirigencia partidaria está institucionalizada en reglas indisputadas. En este contexto el peronismo era un movimiento no sólo por su pretensión de representar a toda la sociedad y no reconocerse sólo una "parte", sino también porque bajo esa etiqueta se refugiaban diferentes actores políticos, que pretendían liderarlo: partido, sindicatos y también organizaciones armadas. Así, la renovación de los años '80 fue el primer (y diría único) proyecto de convertir el peronismo en un partido social-demócrata moderno, siguiendo el modelo de los partidos obreros europeos, pero tal como señala Levitsky el proceso no acabó en la construcción de un partido de cuadros sustentado en el aparato sindical, sino en uno de bases clientelares controlado por jefes locales con acceso privilegiado a los recursos estatales en los años '90.
Es decir, tampoco corresponde imaginar que a un Partido Justicialista todo poderoso, que finalmente discipline a todos sus componentes, transformándose así en la piedra fundamental del sistema político argentino. Y menos aún creer que eso se puede lograr sólo con una foto en la portada dominical de Clarín, por más que eso haya sacudido el abispero. Dice hoy Wainfeld en una reflexión inteligente: La repercusión del acuerdo Kirchner-Lavagna fue enorme. Da la impresión de que hasta resultó desproporcionada a su real impacto. En la arena mediática esa diferencia virtual es una minucia: si fue tapa de diarios y comidilla de las radios durante varios días, fue importante. Pero la construcción de un PJ que sea realmente un partido institucionalizado requiere algo más que ruido. También requiere nueces.
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