Subo al tren, me acomodo en un asiento y levanto la vista. Sin prestar mucha atención, noto que mi mirada se detiene en la pantalla, que en ese momento pasa algunas noticias. Evo Morales aparece entonces jugando al fútbol a más de 6.000 metros de altura, en una pequeña explanada entre las cimas de las montañas, como una forma de expresar el rechazo del gobierno boliviano a la reciente decisión de la FIFA de no permitir partidos internacionales por encima de los 2.500 metros sobre el nivel del mar. La medida, no caben dudas, levantó polvareda en la región: además de Bolivia, otros países vieron cómo la resolución inhabilitaba algunos de sus estadios para disputar las Eliminatorias mundialistas.
Si bien la resolución ha sido (muy probablemente) impulsada por el lobby de brasileños y argentinos, que no ocultan su profundo fastidio cada vez que les toca jugar en la altura, el nivel de chauvinismo nacionalista de la reacción boliviana no puede dejar de llamar la atención. Nadie en Bolivia ha dejado de manifestar que la prohibición es un ataque a las posibilidades bolivianas de acceder a un Mundial, pero este reclamo fue formulado como si en las Eliminatorias estuviera en juego la misma nación, cuyo mejor exponente no serían otros que esos once hombres que salen al terreno de juego. Y, como la competencia entre selecciones es un choque entre naciones, es también el suelo patrio el que participa en la contienda: si el nuestro es un territorio montañoso, impedirnos jugar en La Paz es lastimar nuestra misma nacionalidad.
Todos, desde el mundillo futbolístico, pasando por la prensa, hasta el propio gobierno de Evo Morales se han embarcado en esta cruzada nacionalista-chauvinista.
A estas tierras el debate llega embanderado bajo la figura de Evo, clamando por otra nueva injusticia a la que sería sometido el pueblo boliviano. Y, para enmarañar más el asunto, se sube al mismo carro el progresismo berreta bienpensante porteño, que no duda en aliarse a los débiles por oposición a los poderosos y, en este caso, los poderosos son brasileños y argentinos, porque no cabe duda que si en algo son potencias, es en esto de patear un cuero.
Sin embargo, en todo esto, el fútbol como deporte pasó a un segundo plano, relegado por el fútbol como expresión nacional ante el mundo. No cabe dudas que los dirigentes del fútbol mundial tienen su cuota de responsabilidad, porque ellos se han encargado por años de consolidar esta imagen: se tocan los himnos antes de los partidos internacionales, los jugadores desfilan bajo su banderas y las propias camisetas repiten esos colores, se introducen reglas que impiden que un mismo jugador juegue para diferentes selecciones, y siguen las firmas.
Hay que reconocer que el nacionalismo tiene su propia lógica: si el fútbol es una contienda de naciones, llevar la contienda a nuestro terreno más propicio, o a donde nuestros rivales estén más incómodos, es un expediente por demás evidente. Lo que desapareció aquí fue el fútbol y que el fútbol es antes que nada un deporte, una competencia deportiva.
La altura genera una situación artificial, que se parece mucho al doping: unos tienen mayor capacidad de respirar que otros en un ambiente donde hay menor presencia de oxígeno. Esta ventaja no dista mucho de la producida por la inyección de sangre más habitual en otros deportes que en el fútbol, que en ocasiones se denomina doping sanguíneo. ¿Por qué está prohibido y sancionado esto? Por lo mismo que los jugadores se quejan a la hora de ir a jugar a estadios en la altura: sus rivales respiran mejor, se fatigan menos y en consecuencia mejoran sus oportunidades de ganar. Pero esto al nacionalismo chauvinista lo tiene sin cuidado.
Si bien la resolución ha sido (muy probablemente) impulsada por el lobby de brasileños y argentinos, que no ocultan su profundo fastidio cada vez que les toca jugar en la altura, el nivel de chauvinismo nacionalista de la reacción boliviana no puede dejar de llamar la atención. Nadie en Bolivia ha dejado de manifestar que la prohibición es un ataque a las posibilidades bolivianas de acceder a un Mundial, pero este reclamo fue formulado como si en las Eliminatorias estuviera en juego la misma nación, cuyo mejor exponente no serían otros que esos once hombres que salen al terreno de juego. Y, como la competencia entre selecciones es un choque entre naciones, es también el suelo patrio el que participa en la contienda: si el nuestro es un territorio montañoso, impedirnos jugar en La Paz es lastimar nuestra misma nacionalidad.
Todos, desde el mundillo futbolístico, pasando por la prensa, hasta el propio gobierno de Evo Morales se han embarcado en esta cruzada nacionalista-chauvinista.
A estas tierras el debate llega embanderado bajo la figura de Evo, clamando por otra nueva injusticia a la que sería sometido el pueblo boliviano. Y, para enmarañar más el asunto, se sube al mismo carro el progresismo berreta bienpensante porteño, que no duda en aliarse a los débiles por oposición a los poderosos y, en este caso, los poderosos son brasileños y argentinos, porque no cabe duda que si en algo son potencias, es en esto de patear un cuero.
Sin embargo, en todo esto, el fútbol como deporte pasó a un segundo plano, relegado por el fútbol como expresión nacional ante el mundo. No cabe dudas que los dirigentes del fútbol mundial tienen su cuota de responsabilidad, porque ellos se han encargado por años de consolidar esta imagen: se tocan los himnos antes de los partidos internacionales, los jugadores desfilan bajo su banderas y las propias camisetas repiten esos colores, se introducen reglas que impiden que un mismo jugador juegue para diferentes selecciones, y siguen las firmas.
Hay que reconocer que el nacionalismo tiene su propia lógica: si el fútbol es una contienda de naciones, llevar la contienda a nuestro terreno más propicio, o a donde nuestros rivales estén más incómodos, es un expediente por demás evidente. Lo que desapareció aquí fue el fútbol y que el fútbol es antes que nada un deporte, una competencia deportiva.
La altura genera una situación artificial, que se parece mucho al doping: unos tienen mayor capacidad de respirar que otros en un ambiente donde hay menor presencia de oxígeno. Esta ventaja no dista mucho de la producida por la inyección de sangre más habitual en otros deportes que en el fútbol, que en ocasiones se denomina doping sanguíneo. ¿Por qué está prohibido y sancionado esto? Por lo mismo que los jugadores se quejan a la hora de ir a jugar a estadios en la altura: sus rivales respiran mejor, se fatigan menos y en consecuencia mejoran sus oportunidades de ganar. Pero esto al nacionalismo chauvinista lo tiene sin cuidado.
Ojalá que en el futuro volvamos a ver al fútbol como una competencia deportiva, como un juego, que no pone en disputa la gloria de las naciones, sino sólo las alegrías y tristezas de un puñado de hinchas que al día siguiente volverán a ser hermanos.
2 comentarios:
Cuando las discusiones futbolisticas, que poco tienen de deportivas y mucho de políticas, toman este cariz, el único consuelo que me queda es pensar en esos partidos de potrero en donde sobra la picardía, donde la habilidad no es hachada por guadañazos salvajes (sin necesidad de que haya un árbitro para constatarlo y sancionarlo) y donde las gambetas, las paredes, las rabonas, los tacos deleitan a los escasos espectadores y permiten reflexionar si efectivamente el mejor futbol se ve en los mundiales.
Afortunadamente la pelota todavía tiene gente que la cuida como Román y cada alma en cada picadito que piensa “y si… yo le tiro un caño o se la cuelo de rabona”, el deporte no mutó por completo a espectáculo.
Entre los miles de billetes apilados en la mesa de cada contrato todavía queda un poquito de lugar para la magia.
No tengo otra opinión más que adherir al acertadísimo comentario de Zavalita. ¡Que viva el potrero, la picardía y ¿por qué no? Bolivia!
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