Estos días de derrotas y más derrotas tienen un poco confundida a la parte devenida (desde hace ya un tiempo) kirchnerista de la izquierda porteña.
El domingo ganó Mauricio, que es Macri. Sin dudas un candidato conservador, de la nueva centro-derecha enfundada en ese discurso tecnocrático, que hace aparecer la política como si fuera un mero problema de gestión administrativa. A nadie que haya leido los posteos anteriores debería sorprenderle que diga que no me gusta Macri, que no me gusta mucha de la gente que lo acompaña, empezando por el ex-ingeniero Blumberg, que no trago el discurso político Made in Barrio Parque. Ahora bien, decir esto no significa que cualquier descalificación le calce a Mauricio, sólo porque es Macri. A juzgar por las apocalípticas expresiones lanzadas tanto por dirigentes políticos como también por medios e intelectuales orgánicos, todo parece indicar que el domingo ganó Adolf Hitler; y atenti que no exagero ni un poco en este punto, sólo basta ver la caricatura que acompaña la columna de Horacio Verbitsky del pasado domingo.
Dividir el electorado porteño entre un 39% de personas pensantes y un 61% de fascistas de clase media es no sólo una simplificación políticamente improductiva, sino antes bien una descalificación de la democracia como estilo de vida, como forma de convivencia social. Que a nadie quepan dudas que el Coronel Aureliano Buendía hubiera preferido otro ganador en la contienda porteña (diferente el caso de Tierra del Fuego, donde el resultado final ha coincidido con los deseos), pero no por ese sólo motivo ve fascistas ni no-pensantes en todos los que no piensan (o no votan) como él. La democracia es no sólo reconocer el ganador, sino también asegurar cierto nivel mínimo de respeto por los oponentes.
Con un alto grado de ironía, una encuesta de Barcelona se preguntaba qué convierte una campaña electoral común en una "campaña sucia". La pregunta no es banal, porque recordar el pasado político o la actividad privada (y no dije vida privada, sino actividad) o, digámoslo, el prontuario de un candidato no puede ser tildado de campaña sucia. Todos los candidatos deben hacerse cargo de su historia al enfrentar la ciudadanía, porque el votante vota por el futuro no sólo escuchando promesas, sino también viendo hacia el pasado. Y el macrismo intentó por todos los medios ocultar la cara de empresario rico de Mauricio, junto con numerosas declaraciones políticamente incorrectas de los momentos en que Macri se olvidaba del guión que indicaba ser Mauricio. Pero en no pocas ocasiones el macrismo tenía buenos motivos para hablar de campaña sucia.
Cuando las principales espadas del gobierno, y con ellas todo el aparataje mediático orgánico, salen a hacer acusaciones infundadas, lamentablemente recuerdan a la forma en que, en otras épocas, se articulaba el discurso del anti-comunismo vernáculo. Y este tipo de discursos estuvo todo el tiempo apoyado en el temor que pudiera despertar un apocalipsis que se anunciaba a la vuelta de la esquina; ahora el mensaje era "se viene la derecha" como en otra época pudo ser "se viene el comunismo". Alguien podrá decirme que esas voces intentaban presentar ante el electorado lo que realmente estaba en juego, pero este argumento podría ser admisible si el gobierno porteño tuviera competencia sobre temas como: política de Derechos Humanos, privatización de servicios públicos, seguridad, transporte, etc.
Pero esto no es así y ahí está el truco. Podemos discutir si Macri está a favor o no de la política de Derechos Humanos del gobierno K, pero en cualquier caso es un tema que excede las competencias de la Ciudad. Podemos decir que Macri está a favor de las privatizaciones, pero la Ciudad no tiene empresas que privatizar, con la sola excepción del Banco Ciudad, lo que deja poco terreno a la más ferviente pasión privatista. Podemos decir, como Feinmann, que ese 61% de fascistas que habitan Buenos Aires quiere un muerto, pero no sabemos cómo Macri se los va a dar, salvo que recurra a la temible legión de la Guardia Urbana, que hubiera atemorizado al mismo Gengis Kahn. Podemos decir que Macri quiere que el transporte público de pasajeros opere sin subsidios, tal como sugirió Kirchner en una de sus públicas diatribas, pero aquellos que alegremente repiten las palabras del jefe seguramente saben que esos subsidios son nacionales, aunque claro esa declaración también podía leerse en clave de amenaza. Podemos seguir con la lista, sin dudas. Y en toda esta campaña sucia la prensa y los intelectuales de izquierda fueron muy funcionales al poder.
En definitiva, mi pregunta es qué le pasa a la izquierda. Y confieso cuándo decidí hacer pública esta pregunta mediante un posteo: cuando el lunes por la noche leo la columna de José Pablo Feinmann que Página/12 había publicado esa mañana. A que el gobierno descalifique a sus opositores ya me había acostumbrado, a que algunos intelectuales y medios orgánicos le festejaran cualquier monigotada, también. Pero por Feinmann tenía (y aun tengo, aunque algo magullado) mucho respeto intelectual y cuando leí la columna lo primero que pensé fue "se le salió la cadena". La virulencia que, de un tiempo a esta parte, reservan algunos medios y periodistas para referirse a la oposición, contrasta en forma notable con el trato afectuso que, por el contrario, recibe el gobierno. ¿Qué le pasa a la izquierda? ¿Cuándo renunció a su vocación transformadora para volverse conformista, o lisa y llanamente orgánica? ¿Qué pasó para que la izquierda se vuelva incapaz de reconocer una legítima victoria de su oponente? ¿Realmente piensan que Hitler y Macri son lo mismo, o sólo intentan descalificar al oponente sin notar que la desproporción del paralelismo se transforma en un boomerang que acaba afectando la credibilidad del mismo crítico?
Honestamente, no tengo respuestas que me convenzan, ni mucho menos que sean definitivas, para estas preguntas que, juro, no son retóricas.
El domingo ganó Mauricio, que es Macri. Sin dudas un candidato conservador, de la nueva centro-derecha enfundada en ese discurso tecnocrático, que hace aparecer la política como si fuera un mero problema de gestión administrativa. A nadie que haya leido los posteos anteriores debería sorprenderle que diga que no me gusta Macri, que no me gusta mucha de la gente que lo acompaña, empezando por el ex-ingeniero Blumberg, que no trago el discurso político Made in Barrio Parque. Ahora bien, decir esto no significa que cualquier descalificación le calce a Mauricio, sólo porque es Macri. A juzgar por las apocalípticas expresiones lanzadas tanto por dirigentes políticos como también por medios e intelectuales orgánicos, todo parece indicar que el domingo ganó Adolf Hitler; y atenti que no exagero ni un poco en este punto, sólo basta ver la caricatura que acompaña la columna de Horacio Verbitsky del pasado domingo.
Dividir el electorado porteño entre un 39% de personas pensantes y un 61% de fascistas de clase media es no sólo una simplificación políticamente improductiva, sino antes bien una descalificación de la democracia como estilo de vida, como forma de convivencia social. Que a nadie quepan dudas que el Coronel Aureliano Buendía hubiera preferido otro ganador en la contienda porteña (diferente el caso de Tierra del Fuego, donde el resultado final ha coincidido con los deseos), pero no por ese sólo motivo ve fascistas ni no-pensantes en todos los que no piensan (o no votan) como él. La democracia es no sólo reconocer el ganador, sino también asegurar cierto nivel mínimo de respeto por los oponentes.
Con un alto grado de ironía, una encuesta de Barcelona se preguntaba qué convierte una campaña electoral común en una "campaña sucia". La pregunta no es banal, porque recordar el pasado político o la actividad privada (y no dije vida privada, sino actividad) o, digámoslo, el prontuario de un candidato no puede ser tildado de campaña sucia. Todos los candidatos deben hacerse cargo de su historia al enfrentar la ciudadanía, porque el votante vota por el futuro no sólo escuchando promesas, sino también viendo hacia el pasado. Y el macrismo intentó por todos los medios ocultar la cara de empresario rico de Mauricio, junto con numerosas declaraciones políticamente incorrectas de los momentos en que Macri se olvidaba del guión que indicaba ser Mauricio. Pero en no pocas ocasiones el macrismo tenía buenos motivos para hablar de campaña sucia.
Cuando las principales espadas del gobierno, y con ellas todo el aparataje mediático orgánico, salen a hacer acusaciones infundadas, lamentablemente recuerdan a la forma en que, en otras épocas, se articulaba el discurso del anti-comunismo vernáculo. Y este tipo de discursos estuvo todo el tiempo apoyado en el temor que pudiera despertar un apocalipsis que se anunciaba a la vuelta de la esquina; ahora el mensaje era "se viene la derecha" como en otra época pudo ser "se viene el comunismo". Alguien podrá decirme que esas voces intentaban presentar ante el electorado lo que realmente estaba en juego, pero este argumento podría ser admisible si el gobierno porteño tuviera competencia sobre temas como: política de Derechos Humanos, privatización de servicios públicos, seguridad, transporte, etc.
Pero esto no es así y ahí está el truco. Podemos discutir si Macri está a favor o no de la política de Derechos Humanos del gobierno K, pero en cualquier caso es un tema que excede las competencias de la Ciudad. Podemos decir que Macri está a favor de las privatizaciones, pero la Ciudad no tiene empresas que privatizar, con la sola excepción del Banco Ciudad, lo que deja poco terreno a la más ferviente pasión privatista. Podemos decir, como Feinmann, que ese 61% de fascistas que habitan Buenos Aires quiere un muerto, pero no sabemos cómo Macri se los va a dar, salvo que recurra a la temible legión de la Guardia Urbana, que hubiera atemorizado al mismo Gengis Kahn. Podemos decir que Macri quiere que el transporte público de pasajeros opere sin subsidios, tal como sugirió Kirchner en una de sus públicas diatribas, pero aquellos que alegremente repiten las palabras del jefe seguramente saben que esos subsidios son nacionales, aunque claro esa declaración también podía leerse en clave de amenaza. Podemos seguir con la lista, sin dudas. Y en toda esta campaña sucia la prensa y los intelectuales de izquierda fueron muy funcionales al poder.
En definitiva, mi pregunta es qué le pasa a la izquierda. Y confieso cuándo decidí hacer pública esta pregunta mediante un posteo: cuando el lunes por la noche leo la columna de José Pablo Feinmann que Página/12 había publicado esa mañana. A que el gobierno descalifique a sus opositores ya me había acostumbrado, a que algunos intelectuales y medios orgánicos le festejaran cualquier monigotada, también. Pero por Feinmann tenía (y aun tengo, aunque algo magullado) mucho respeto intelectual y cuando leí la columna lo primero que pensé fue "se le salió la cadena". La virulencia que, de un tiempo a esta parte, reservan algunos medios y periodistas para referirse a la oposición, contrasta en forma notable con el trato afectuso que, por el contrario, recibe el gobierno. ¿Qué le pasa a la izquierda? ¿Cuándo renunció a su vocación transformadora para volverse conformista, o lisa y llanamente orgánica? ¿Qué pasó para que la izquierda se vuelva incapaz de reconocer una legítima victoria de su oponente? ¿Realmente piensan que Hitler y Macri son lo mismo, o sólo intentan descalificar al oponente sin notar que la desproporción del paralelismo se transforma en un boomerang que acaba afectando la credibilidad del mismo crítico?
Honestamente, no tengo respuestas que me convenzan, ni mucho menos que sean definitivas, para estas preguntas que, juro, no son retóricas.
1 comentario:
¿Será que una parte de nuestra izquierda democrática es más de izquierda que democrática Coronel?
A veces me da la impresión que parte de nuestra izquierda se siente más cómoda con una derecha golpista que reivindica las atrocidades del proceso que con una nueva derecha que levanta como eje del discurso la gestión prolija, aunque detrás de ese estandarte esconda muchos de los tradicionales valores de la derecha.
Leyendo a autores constructivistas de relaciones internacionales (tarea insalubre si las hay) uno puede pensar a la 'izquierda' y a la 'derecha' como identidades relacionales. Es decir, se necesitan mutuamente. No hay una izquierda si no hay una derecha, y vice-versa. Las identidades se basan en percepciones de uno y del otro. UNO se piensa de izquierda, porque ve al OTRO, como de derecha. Obviamente el rol de ser de derecha o de izquierda nos es un paquetito llave en mano. Buena parte de nuestra izquierda cuando definió su identidad, la construyó en base a la interacción con una derecha que ya conocemos: la de los milicos golpistas y asesinos. Ahora esa derecha es superada o coexiste con otra derecha: una nueva derecha que se redefine en base a un proceso de reflexión interna (el primer paso en una redefinición de roles)que lleva a cambiar su identidad. Aunque seguirá siendo tecnocrática y sigue prefiriendo la estabilidad al cambio, privilegia el orden y la seguridad por otros valores, no reivindica los horrores del pasado y lo que es fundamental, juega en el marco de las reglas, y a veces...hasta gana.
Bueno, esta redefinición identitaria descoloca a una izquierda acostumbrada a la derecha clásica (lease UCEDÉ, Patti, Rico, derechas que aunque distintas, tenían un vínculo con ese pasado luctuoso que se negaban a superar). De ahí creo la histeria de nuestros progres...
Recomiendo a muerte leer 'Cuestión de Método' de Juan Carlos Torre en Escenarios Alternativos, para distinguir las posturas de la izquierda vernácula frente a Kirchner
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